La moralidad ha jugado un papel preponderante para el hombre. ¿Existe una ley moral que establezca el comportamiento adecuado del hombre en cada situación? ¿Existe el hombre perfecto? El filósofo más grande entre los griegos, Sócrates, así lo creía.
Para él, el hombre debía de comportarse con justicia todo el tiempo. Existe un pacto inviolable entre los ciudadanos y sus leyes, quienes presidieron su infancia y juventud. Así, Sócrates es un vivo cuadro dramático, sentado en la celda en donde ha de morir. Éste debe permanecer y aleja los pensamientos de fuga con gesto casual, pues ha tenido oportunidad de salir de Atenas y emigrar, y así ha sido durante 70 años y, sin embargo, no lo ha hecho. La permanencia implica necesariamente aceptar dichas leyes; su violación conduce a la disolución del Estado. ¿Es el Estado garante de la felicidad? Parece que así lo cree el filósofo. El perjuicio para con sus amigos también ha de ser tomado en cuenta. El amigo de Sócrates intenta persuadirlo, sin éxito, que el pueblo verá que el primero tuvo los medios a su disposición para que pudiera huir y no los puso a buen uso. La opinión del vulgo sobre lo que sucede es irrelevante porque no cambia la verdad, contra-argumenta el ateniense. La huída vista así resulta imposible.
Pero esta opinión dura como el granito viene de una profunda reflexión. El filósofo debe de reflexionar una vida entera sobre la muerte y recibe ésta con una sonrisa, pues dioses y lugares más bellos le esperan. El alma es inmortal e inmaterial y trasciende. La gente se angustia porque solamente vive para el cuerpo y los placeres que deriva; éste destruido implica la destrucción de todo. O así lo creen. Y Sócrates aguarda la muerte con una sonrisa, pues su alma trasciende. Atenas y la corrupción espiritual jamás podrán tocarla, pues él ha vivido reflexionando y ha encontrado la inmortalidad.
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